lunes, 5 de mayo de 2014

primer Agon

Viernes. Once y cuarto del mediodía. Llegando a Corrientes y Medrano. Subirse a un colectivo en Capital durante una hora punta es lo más parecido a una dolorosa muerte lenta. Hace quince minutos que avanzamos metro a metro. El timbre suena para dejar bajar al enésimo pasajero que se decidió a caminar lo que le falta para su destino. Un asiento libre y cruzamos miradas con la mujer parada a mi derecha. Le hago saber con un gesto que no quiero sentarme pero ni me mira y se apresura a ganar la silla vacía.
En la vereda veo como la anciana con el andador de cuatro patas nos alcanza nuevamente. Hace tres cuadras que venimos al mismo ritmo y creo que lo sabe porque sonríe cada vez que pasa frente a nuestro querido 151 atrapado entre dos impasibles 168 y dos orgullosos 40. Moviéndonos en fila, paquidermicamente, hacia un cementerio secreto. Lo dicho. Muerte lenta y dolorosa y seguro que la viejita se ríe porque sabe que ella va a llegar primero.

- La cosa es cruzar Corrientes – dice una chica gordita a mi espalda – de ahí se despeja -
- Once debe ser una locura – le contesta un viejo con el Clarin bajo el brazo.
- Encima con el calor este... - se suma una vieja que a falta de otro dato fehaciente y desalentador sobre el tráfico se conforma con la reveladora información meteorológica – y dicen que mañana va a estar peor
- Y eso que es Junio – dice el viejo del Clarin.
- Y eso que es Junio – responde la vieja cerrando con autoridad su reporte del clima.

Junio y yo todavía sin trabajo. Esta entrevista también fue un fiasco. Un restaurant en pleno Palermo . Lindo lugar. Sueldo aceptable. Horario tolerable. Incluso podría soportar la infernal vuelta a casa.
El problema fue cuando la encargada leyó mi curriculum. Siempre les cambia la cara después de leerlo. Y ese sólo gesto me alcanza para saber que no me van a llamar aunque lo digan. La frase mágica es “Nos faltan algunas entrevistas”. Eso significa hasta siempre. Adiós. Chau Chau.

- ¿Sabés dónde para el 151 para Congreso? - fueron las últimas palabras que le dije a aquella mujer que jamás volveré a ver -
- Tres por Ravignani hasta Niceto Vega. Gracias por venir – fue su respuesta y la vuelta a los papeles. Pedidos. Curriculums. Menúes. Los encargados son personas muy atareadas.

El ruido del motor acelerando me trae de vuelta. Me agarro fuerte del manillar del asiento y la que recién se sentó me mira con cara de pocos amigos. Quizás he metido la mano muy al medio, quizás he invadido su espacio personal. Resopla y mira para afuera. Pasamos Corrientes como una exhalación y si tenemos que creer a la gordita a mi espalda el resto del camino es pan comido.
Pero no. La felicidad de perro sintiendo el viento en la cara se acaba a la cuadra, cuadra y media. Al principio uno, que no tiene una visión completa de lo que hay adelante, espera que sea un semáforo y que pronto volvamos a entrar en ritmo. Pero indescifrables fracciones de tiempo pasan y cuando se escucha el primer, tímido, bocinazo se sabe que estamos atascados de nuevo. La tipa sentada resopla de nuevo y de reojo, ficha si he movido la mano de SU asiento. La vieja meteoróloga balbucea cosas esperando que alguien comience una nueva conversación. No es ella de iniciar conversaciones de la nada. No sabría qué decir. Don Clarin la saca de su miseria, mientras muevo la mano media pulgada.

- Once debe ser un despelote también. Encima hoy habia manifestaciones...
- No hay derecho – se indigna la meteoróloga – aquí cualquiera hace lo que quiere...

- Un despelote... - se resigna el viejo que tiene cara de saber mucho de resignaciones y mira hacia afuera con tristeza. Ahora estamos frente a una pared llena de grafitis: “Almagro de mi vida” dice y al lado el escudito. “1911 – 2011” dice a la derecha “ 100 años de pasión”. En la última está dibujado Gardel con una bufanda azul, negra y blanca.

 - Si el zorzal viera los colores que le pintaron – dice en voz alta el viejo – se muere de nuevo. Todo el mundo sabe que era de la Academia – sigue mientras mira buscando alguien que corrobore esta verdad incuestionable. No me queda otra que afirmar en voz alta aunque, si debo ser honesto, si alguien me preguntaba de que equipo era hincha Gardel yo hubiera dicho que de San Lorenzo.

- Yo soy de los diablos rojos – sopa la vieja que se mete en todas sin saber que nadie ya dice los diablos rojos y remata con un – este año vamos bastante bien – lo que evidencia su total desconocimiento del fenómeno deportivo y social conocido como fulbo. “Van bien encaminados a la b” tengo ganas de decirle y veo que el viejo tambien, pero en cambio me guiña el ojo y me muestra el llaverito de Racing. La sentada resopla de nuevo y en eso el bondi arranca.

Pero esta vez algo cambia, lo puedo ver en la expresión de desconcierto del viejo primero, en la voz de la gordita que pregunta “¿No tiene que seguir derecho?” porque el colectivero ha doblado para el oeste en vez de seguir recto hasta Mitre. Y volamos porque estas calles estan semidesiertas, el asunto es qué hace el colectivero ¿Se volvió loco o...?

- A veces hacen esto - dice la vieja diabla roja - Rodean.
- Pero Mitre también debe estar colapsada – se impacienta la gordita que ha vuelto a la conversación después de unas rabiosas sesiones de wasap.

- No hay derecho... - reza de nuevo la señora mientras mira para mi lado a la mina sentada, imagino que envidiándo su privilegiada posición. Tener un asiento en un micro de Capital es viajar en primera clase, si señor.

La marcha del colectivo ha disminuido un poco ahora aunque nos seguimos moviendo, estamos entrando en Mitre (no me pregunten ya desde que calle) pero parece que el colectivero acertó con su estrategia, nos movemos, lento pero nos movemos. Ahi arriba todos miramos para adelante, algunos hasta contienen la respiración, el asunto es pasar Medrano y Mitre, el otro cuello de botella y ya sólo nos faltaría Once.
Finalmente cruzamos Medrano y vemos que una ambulancia, un auto y una moto ocupan más de la mitad de la calzada, en el piso hay un cuerpo tapado con una sábana. Eso señores, es un cuello de botella. Al pasar veo a los 168 todavía metidos en el atasco y tengo ganas de correr a abrazar al fercho. Alguien comienza timidamente un aplauso (en honor al colectivero)y varios lo siguen. El aplauso dura media cuadra, el tiempo que tardamos en detenernos de nuevo. Ya estamos en el campo magnético de Plaza Miserere y de aquí es inútil intentar escapar. Miro mi reloj
- Quince minutos no nos los saca nadie, pibe – me dice el viejo, casi en confianza. Lo bueno es que nos movemos, despacito, despacito. Vamos paralelos a las vías del Sarmiento, siguiendo nuestro propio riel de cemento. Cruzamos Mario Bravo, Billinghurst (donde casi pisamos a un par de ciclistas)Anchorena y Jaures a un ritmo casi soporífero. Yo voy viendo las vías pensando el choque del año pasado hasta que comienzo a ver fotos, incontables fotos, fotos que ya he visto antes, fotos con rostros a los que no puedo fijar en mi mente pero que en su conjunto disparan una idea, el recuerdo de una tragedia aún más terrible (Pero...¿Se pueden mesurar las tragedias? No. ¿Acaso no acabamos de pasar por una?)
Vuelvo a aquella noche, diez, once, doce años atrás y está intacta en mi memoria. Y uno hubiera querido que algo cambie, pero nada cambió. El resoplido de la mujer sentada me trae a este Once. Ahora resopla porque quiere que le dé lugar para bajar. Alguien toca el timbre, unos cuantos bajan, la gordita entre ellos sin dejar de teclear mensajes en su celular, la vieja se apresura a sentarse en el lugar que dejó la resopladora que allí abajo cruza entre los autos-babosas mientras se prende un faso. La sigo con la vista, con la primera calada se fuma medio cigarrillo. Un ciclista la esquiva y la veo lanzar una puteada con sentimiento. Todo en ella es oscuro.
De a poco entramos en Once. Todo allí camina, hasta la plaza que se mueve como un cienpies o mejor dicho como un milpies.
Alguien resopla y me doy cuenta que soy yo. El viejo me mira sin decir nada, aunque su mirada dice “ya sé” La vieja sentada me mira y asegura

- Cruzamos Pueyrredon y ya está – con un tono que bien podría ser el de mi mamá. En Once sube una diferente fauna. Caras largas y cansadas que se apresuran a adueñarse de los pocos asientos que han quedado libres. Una bolivianita se apresura a sentarse y le grita a su mamá, orgullosa para venga a sentarse en el pequeño trofeo que ha conseguido para ella. La boliviana se desploma en el asiento y se descalza ante la escandalizada mirada de Doña Diablesa Roja. En eso cruzamos Pueyrredon y la cosa se va limpiando. El colectivero pisa a fondo y el ruido del motor sienta bien. Me faltan dos paradas.

Ahora una.

Yo me bajo en Congreso.


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